Uno de los campos de experimentación formal más frecuentemente utilizado por los arquitectos del primer tercio del siglo XX fue el de la construcción de panteones funerarios, algunos de los cuales se ubicaron en el sevillano cementerio de San Fernando, en el que anteriormente Balbino Marrón y Aurelio Álvarez Millán levantaron el conjunto de pabellones que conforman la rotonda de entrada, la fachada y sus verjas.

Los distintos panteones ofrecen la singularidad de unas trazas cultas en las que se ensayaban soluciones tipológicas, constructivas, de materiales y técnicas, y a los que se trasladaban las indagaciones formales de los nuevos lenguajes arquitectónicos con los que se levantaban algunos de los mejores ejemplos de la arquitectura sevillana de su época. Sobre piezas de planta cuadrada o ligeramente rectangular se suceden las referencias regionalistas, simbolistas, historicistas con toda la gama de neos, híbridos de secesionistas vieneses con clasicismos,etc.

Destacan, entre otros, los panteones del conde de Predere, de la familia Fernández y Roche, y de Fernández y García de la Villa (de Espiau), los proyectados por Aníbal González: el de Rodríguez de la Borbolla de 1907, el de la familia Charlo y Denoyeur de 1908, de López-Solé (antes de Cayetano Luca de Tena) de 1912, el propio de Aníbal González en 1913, el Pozo de 1919, el Benjumea de 1919-1920, el de Javier Sánchez-Dalp y Calonge de 1921, el de Agustín Peyré de 1924-25, o el de Nicolás Luca de Tena de 1924-27; el Cerdeira Soriano (de Antonio Arévalo, 1918) y el de León y Armero (Aurelio Gómez Millán).

Como obra destacable en el cementerio de San Fernando y aunque quedase fuera del ámbito de lo arquitectónico, no se puede dejar de mencionar, por su indudable calidad, el sepulcro del torero Joselito, que finaliza Mariano Benlliure en 1922.