Pero estos objetos actúan como referencia sin tener en cuenta que emergieron de un contexto, una realidad socioeconómica, radicalmente distinta a la nuestra. Tomemos, por ejemplo, el número de arquitectos que construían en 1970 en España: uno por cada 10.000 habitantes; en muchos territorios, quizá uno por cada 50.000. En esos míticos años 20 del siglo pasado estaríamos más bien en los números de la China del presente: un arquitecto por cada 100.000 personas. Hoy en Italia hay una arquitecta por cada 414 italianos; en Portugal, una por cada 688 portugueses; y en España una por cada 906 españoles.
En general, vemos que la idolatría de los “objetos referenciales”, separados de la comprensión integral de su contexto socioeconómico, ecológico y cultural, acarrea una incomprensión radical de la reconfiguración del campo profesional. Es imposible cumplir las expectativas de estudiantes y familias que se esfuerzan en pagar y realizar una carrera exigente para descubrir después que construir apenas depende de los méritos personales. Pero, además, esta incomprensión del contexto impide que las arquitectas apuesten por la economía circular o se preocupen por el acceso a la vivienda de las generaciones más jóvenes, por mencionar dos ejemplos. ¿Por qué? Porque hemos aprendido que lo indiscutible, lo esencial, es la respuesta en forma de objeto, no las preguntas y necesidades que vieron surgir a esas arquitecturas.
No obstante, me importa más trazar algunas propuestas para enfrentar estas crisis, especialmente las dos últimas (aunque cómo percibe la sociedad las intenciones de los arquitectos se verá afectada por esas propuestas). ¿Qué podemos cambiar desde los espacios, instituciones y estamentos profesionales de las escuelas de arquitectura, por un lado; y desde los estudios y las instituciones que encargan, premian, publican y divulgan arquitectura, por otro, para impulsar un cambio profundo en el papel de los arquitectos en esas dimensiones ambientales, climáticas, económicas y políticas que articulan esas crisis simultáneas?
La primera propuesta es que debemos pasar de colaboradores necesarios en los impactos, a agentes activos en la transición ecológica. ¿Cómo impulsar esto desde las escuelas? La respuesta rápida es esta: integrando técnicas empíricas de diseño, como el prototipado. De acuerdo con las metodologías docentes deductivas al uso, para conseguir que las estudiantes de arquitectura fueran más conscientes y proactivas en la mitigación del cambio climático, por ejemplo, habría que enseñar detalles de construcción sostenible, o evangelizarles sobre las repercusiones del deterioro de nuestro planeta. Pero esto no modificaría el que habría pasado a ser el deseo más profundo de las estudiantes, por todo lo que les han enseñado previamente: a saber, conseguir la identificación de su proyecto con un modelo de intención que premia el autorreconocimiento de la cultura arquitectónica y que, en muchas ocasiones, nada tiene que ver con la sostenibilidad. El producto de este choque de lógicas son edificios redundantes, que nunca habrían debido construirse, pero eso sí, con estructuras de madera y evaluación LEED Platinum… Con equipamientos desconectados de la red pública de transportes; o islas monofuncionales, pero grandes superficies de paneles solares en cubierta.
El cambio más efectivo y profundo no pasa por los dogmas aprendidos de forma consciente, sino por el método que se emplea de forma inconsciente. Mi ya larga experiencia docente me ha hecho testigo de la transformación que se produce cuando se prescinde de la consabida secuencia de proyectación lineal-deductiva (croquis intuitivo que trata de establecer una geometría, ordenación programática en planta y sección, y atribución material), y se pide, por el contrario, a los estudiantes que trabajen empíricamente: por ejemplo, prototipando sus ideas. De repente, multitud de cuestiones imprevistas y dolorosamente reales emergen: los materiales cuestan dinero, no están disponibles en un lugar cercano, hay que resolver el transporte, adquirir destrezas que no se tenían y colaborar con otros profesionales, muchas veces por primera vez. Los impactos, límites, implicaciones y aspectos impredecibles del diseño se distinguen eficazmente, y se multiplican las posibilidades de que sean tenidos en cuenta de forma temprana.
Hay otros medios, además del prototipado, para asegurarse de que los estudiantes han tenido una experiencia de aproximación empírica al diseño, que es clave para aprender en el contexto de una realidad incierta y recorrida por emergencias como la climática. Lo importante es que cumplan estos tres requisitos mínimos:
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La estudiante debe enfrentarse a un proceso cuyo resultado no es predecible;
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La estudiante debe poder aprender de sus errores y de los errores de oros;
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La estudiante debe poder valorar no solo y no fundamentalmente cómo se cumplen sus intenciones, sino los impactos y consecuencias no planeadas de sus acciones.
La segunda propuesta para las escuelas es ésta: enseñar y entrenar la identificación y movilización de los stakeholders como elementos estructurales y estructurantes de los proyectos, y articuladores del juicio sobre la calidad de la arquitectura. Los estudiantes deben ser animados a identificar la diversidad de afectados y beneficiarios -aunque dé algo de rabia, el término anglosajón stakeholders es útil y está muy extendido- que un proyecto tiene, y también a los que puede llegar a afectar, positiva y negativamente de diversas maneras, en un futuro. Un bloque de apartamentos, visto desde el prisma de sus stakeholders, es también un depósito de ahorro para algunos de los dueños de las viviendas, una posible sede de negocios para algún joven arrendatario, un generador de identidad para un comercio cercano, quizás un atractor de visitantes, quizá también un elemento para configurar la ciudad de los 15 minutos, puesto que incluye un coworking.
Las escuelas de arquitectura tienen que entrenar en el análisis y la imaginación de los beneficios que la arquitectura genera a terceros, y aprender a incorporar este balance entre beneficios y efectos negativos como un criterio crucial de dicha arquitectura. Esto, lo diremos de nuevo, implica superar urgentemente criterios explícitos o, aún peor, implícitos, como el de que un proyecto de arquitectura es mejor cuanto más fiel es a la idea de partida.
¿Qué hacer, entonces, desde la profesión? Tercera propuesta: aprender a valorar la arquitectura a través de sus impactos, para lo que es obligada la incorporación temprana de la interdisciplinariedad. ¿Cómo comprueban muchas arquitectas que su diseño “funciona”? Contemplando desde más lejos su maquetita preliminar, su croquis o su encaje volumétrico. Piensen ahora que, como propongo a mis estudiantes, las arquitectas se pusieran de espaldas a esa creación y describiesen los entornos en los que su diseño causará un impacto (contexto local físico, lugar de extracción de los materiales); y entonces, a la luz de esos impactos, retocaran su primer producto.
Esta metodología es mucho más significativa con la ayuda de otras personas, que detectan consecuencias de nuestros actos de amor (porque eso es el diseño en muchos casos) que no habíamos buscado. Esta metodología, por tanto, se apoya en dos instrumentos que me atrevo a plantear como útiles para el colectivo profesional. Quienes nos ayudan a pensar mejor, a detectar mejor esos impactos y consecuencias, son personas con formaciones distintas a las de la arquitectura (sociólogos, paisajistas, estructuristas, pedagogos, expertos en ciencias medioambientales, en economía circular, diseñadores de producto o de moda, programadores, expertos en comunicación).
Esta práctica interdisciplinar debería perseguirse desde los propios encargos. Pero es importante un segundo elemento. Nuestra primera reunión con consultores debe ser muy temprana, sin que medie aún un esquema que nos haya enamorado. Nos reuniremos en torno a una agenda de diseño ilustrado. Para ello, habremos descrito cuidadosamente en breves párrafos y mediante diagramas los objetivos que tiene nuestra arquitectura y, mucho antes del massing (que en realidad no hacemos), estaremos obligados a mirar, precisamente, lo que no buscábamos: los efectos indeseados de lo que hacemos. Aprenderemos así a dejar de ser colaboradores cómplices de la burbuja, con un agenda propia e inaccesible, a entrenarnos desde el principio en ser agentes activos de la prosperidad colectiva.
¿Qué más hacer desde los estudios? Cuarta propuesta: trabajar con matrices de objetivos y agendas explícitas que puedan compartirse con nuestros clientes. Quienes hayan intentado certificar un proyecto en base a estándares se han familiarizado con sistemas de puntuación de carácter matricial. WELL, por ejemplo, premia objetivos que tienen que ver con la calidad del aire, la salud mental o la medida en que el proyecto facilita el ejercicio físico. En el desarrollo
de esos estándares, el peso de la industria y sus intereses ha sido enorme. Con cierta frecuencia, los puntos se obtienen aumentado los espesores del aislamiento, colocando carpinterías de mayor coste o aumentando la sofisticación
de la grifería.
Por el contrario, las arquitectas no hemos sabido posicionarnos en la objetivación de los logros de nuestra arquitectura. Debemos hacer el trabajo necesario como para poder presentar a nuestros clientes unos objetivos deseables y ambiciosos de diseño. Por ejemplo, creemos que la arquitectura puede contribuir al capital social, en la definición del politólogo Robert Putman: la mayor densidad de asociaciones en la sociedad civil genera estructuras que, al construir relaciones de mutua confianza, mejoran el funcionamiento institucional y contribuyen a la prosperidad. La arquitectura puede contribuir a identificar mejor los beneficiarios de las políticas públicas, y repartir así mejor sus beneficios y reinversiones a largo plazo, siguiendo las tesis de Mariana Mazzucato. Necesitamos indicadores honestos, impulsados por la profesión que midan el beneficio social, el impacto en el bienestar público, de la arquitectura. ¿El premio Putman? ¿La medalla Mazzucato?
¿Qué hacer desde las instituciones? Quinta propuesta: incorporar decididamente procesos de seguimiento y trazabilidad de los edificios a lo largo de su vida. En España se valora poco el rol de la evaluación, especialmente la post-ocupacional, de edificios. Sabemos lo que perseguían los edificios, ¿pero sabemos cuánto consiguen a lo largo de su vida útil? No hablo de la crítica mal entendida, tan pocas veces constructiva. Para entender muchas de las cosas que suceden en un edificio, de los aciertos parciales y las cosas a pulir, hay que dormir en él, pasar un fin de semana, trabajar en un proyecto importante, pasar un mes de mucho frio y de mucho calor. Las visitas de las semanas de la arquitectura son asépticas. No esperamos testar cómo se usa un edificio: vamos a que personas iniciadas nos ilustren sobre las intenciones preliminares de los arquitectos, en las que no hay suciedad, frío, defectos o hallazgos imprevistos.
El entorno institucional de la arquitectura debe hacerse consciente de la necesidad de una evaluación empírica de la vida posterior a la inauguración: cómo usamos de verdad los edificios, cómo se comportan, que piensan sus usuarios, cuánto consumen, que sorpresas e imprevistos deparan. La industria de los automóviles, los móviles o los ordenadores recurre permanentemente a ese aprendizaje empírico: ¿por qué parece que al entorno institucional de la arquitectura le da miedo o vergüenza someterse a ese test? Vale la pena: incorporando de forma sistemática esta información de retorno a nuestras prácticas y enseñanzas, lo haremos cada vez mejor.
La sexta propuesta sería apostar por procesos de place-making. Esto consiste en la alianza con comunidades locales para mejorar un vecindario, ciudad o región, trabajando sobre un ideal y un sentido identitario compartido entre la comunidad y los técnicos, dotando a los espacios públicos de un papel fundamental en esa construcción colectiva. Así no sólo se promueve así un mejor diseño urbano: emergen patrones creativos de uso, que prestan especial atención a las identidades físicas, culturales y sociales que definen un lugar, y respaldan su evolución continua y compartida.
Cualquier proyecto de arquitectura de cualquier escala puede contribuir al place-making: hace falta reconocer la importancia de la dimensión urbana de todo diseño, priorizar el papel del espacio público y creer en la legitimidad de la comunidad en el proceso de definición de su futuro. ¿Podría un número de Arquitectura Viva, o la próxima Bienal de Arquitectura Española, o un proceso impulsado y coordinado por Arquia, por ejemplo, convocar a vecinos, arquitectas, comerciantes, pensadores estratégicos y creativas, para definir juntas el futuro próximo del distrito de Usera, del barrio de Almedrales, de la Plaza de la Angélica Señora, o de su área infantil?