Nos gusta entender la arquitectura como un oficio.
Un oficio que se ocupa básicamente de cubrir espacios y que, como cualquier otro, nace de las necesidades de los individuos y tiene como finalidad hacer su vida un poco más cómoda.
Resulta complicado definirse, y más aún, cuando uno está al principio de un recorrido, donde son tantos los intereses y casi no hay certezas.
Vemos la vida como relaciones, y ese quizás sea el punto inicial al saltar a la arquitectura.
Afrontamos el trabajo como la resolución de una serie de incógnitas previas dadas, a las que añadimos unos nuevos condicionantes, que son fruto de someter a una visión optimista cualquier realidad, por crítica que ésta sea.
Entendemos que nuestra función debe, garantizar el correcto funcionamiento de aquello que debe suceder, y potenciar todas aquellas relaciones que puedan suceder. Ir más allá de la respuesta concreta es una de las ambiciones y de las obligaciones que nos imponemos.
Así, el proyecto normalmente, con esas nuevas metas, acaba convirtiéndose en algo irrealizable, en algo imposible para nosotros, ya que el afán de la respuesta, hace lejana la salida.
Es ahí donde nos encontramos más cómodos, en la búsqueda casi científica mediante múltiples ensayo-error, del esquema que ligue todas las incógnitas, que sea capaz de dar respuesta a todas ellas; aunque no siempre aparece, pero que siempre suponemos su existencia.
En el paso al mundo material, nos sentimos alumnos y afines a un serie de arquitectos vinculados al peso, la gravedad y por ello, a la realidad construida. Al “ser-ahí” de Heidegger y a la pertenencia a una cadena, cuyo pasado subyace a veces bajo los pies y que tiene conciencia de estar legando algo.