La casa del arquitecto tiene la virtud de descubrirnos el universo de su autor: sus referentes, sus pasiones y sus sueños. Tal vez esto baste para comprender el interés suscitado por la casa que, entre 1978 y 1979, Norman y Wendy Foster proyectaron en el barrio londinense de Hampstead.
La elección del emplazamiento revela la voluntad de privacidad de sus ocupantes. Flanqueado por altos muros que impiden la visión de la casa desde la calle, es el escenario idóneo para una edificación experimental, sin concesiones formales a una determinada ubicación ni a la arquitectura circundante.
El proyecto intenta cristalizar esa utopía profetizada en los años sesenta por arquitectos como Cedric Price y el grupo Archigram —ya esbozada tras la Segunda Guerra Mundial por los Eames y Jean Prouvé—, que es la casa concebida como un kit de componentes: un contenedor ligero, flexible, capaz de adaptarse y crecer en función de las necesidades de sus usuarios.
La renuncia a la composición de las fachadas y la intercambiabilidad de sus componentes, la convierten en una obra sin precedentes en la producción del estudio, cuya envolvente, concebida como un sistema, surge como la respuesta adecuada a las necesidades de sus habitantes en cada momento.
Inspirados por las cápsulas prefabricadas de Buckminster Fuller y por los componentes móviles de la Maison de Verre en París, los Foster llevaron al extremo la idea del kit de componentes. Así, el espesor de la fachada, determinado por el del armazón estructural, permite “enchufar” diversos tipos de cápsulas que albergan las zonas de servicio de la vivienda. La estructura exteriorizada, en aluminio, constituye un soporte para el cambio, permitiendo el acoplamiento de componentes de cerramiento, cápsulas de servicio y demás aparataje tecnológico.
De este modo, las ideas exploradas por los Foster en sus primeras obras industriales son trasladadas por primera vez al ámbito doméstico. Se trata de la arquitectura funcional, económica y eficiente, que Reyner Banham bautizó como la “nave bien servida”, fruto del uso de la “tecnología adecuada” y de la aplicación de la integración de sistemas como principal estrategia proyectual.
Pero el proyecto de los Foster en Hampstead es, en realidad, muchos proyectos: la abundante documentación, en su mayoría inédita, existente en los archivos de Foster + Partners, y el testimonio directo de sus principales protagonistas a través de conversaciones, permiten reconstruir un proceso de diseño que, lejos de ser lineal, abre vías simultáneas de exploración que evolucionan en paralelo a la trayectoria del estudio, nutriéndose de ella y, al mismo tiempo, contaminándola. Así, el proyecto constituye un banco de pruebas en el que ensayar ideas para su posterior aplicación en proyectos de mayor entidad.
Si como afirma Deyan Sujdic, todas las casas de Norman Foster fueron cuidadosamente diseñadas para expresar el tipo de arquitecto que quería ser en distintos momentos de su vida, la casa en Hampstead es, ante todo, la casa de un esteta de la máquina. El hogar de un arquitecto fascinado por la “estética de lo necesario” propia de aviones, bicicletas, naves espaciales y demás productos tecnológicos, a los que, más allá de su condición de paradigmas de eficiencia, Foster admira como expresiones puras del espíritu de su época.
A medida que avanza, la casa va impregnándose de un expresionismo tecnológico en el que ideas formales prevalecen sobre consideraciones funcionales. Así, el desarrollo del proyecto, en sus múltiples variantes, refleja la evolución de la obra del estudio, desde la arquitectura eficiente de la “nave bien servida” hasta la glorificación tecnológica propia del movimiento High-Tech.
Pero tras doce meses de intenso trabajo, durante el que se elaboraron múltiples opciones con sus correspondientes bocetos, planos, maquetas y prototipos estructurales y, habiéndose iniciado su construcción, el proyecto es misteriosamente abandonado.
Como todo proyecto no construido, la casa de los Foster encierra la historia de una frustración, es la expresión de un fracaso. Es un reflejo de las contradicciones de una obra que, debatiéndose entre la producción en masa y la artesanía industrial, se encuentra en permanente conflicto entre la tecnología entendida como un medio y la tecnología como un fin en sí mismo.
El abandono del sueño de la casa tecnológica representa, en definitiva, el inevitable fracaso de una arquitectura que, invocando la retórica de la eficiencia, aspira a emular la estética de los productos industriales. Una arquitectura que, traicionando sus propios principios, encuentra en la glorificación de la tecnología su primordial motivación.