Lo más singular de confeti es que no duerme durante el día, inquietando al peatón con cables, luces apagadas, y estructuras “grises”, sino que se transforma en un sistema activo que dialoga con el ciudadano, en un plano productor de destellos que pinta de colores el suelo, aprovechando la mayor fuente de iluminación, y la más económica, que tenemos: el sol. Las mañanas luminosas los niños juegan con los topos que colorean el granito del suelo, los jóvenes disfrutan de un aperitivo de colores, y los ancianos charlan reunidos  en torno a  un círculo naranja que hace las veces de “moderador”. Levantar la vista es como ponerse unas gafas de color y que animan y decoran el escenario urbano que rodea la plaza, filtros que animan el balcón “de la señora Vicenta, la del segundo” modificando por unos días su color.

Cuando cae la noche estas planchas de color se transforman en un confetti luminoso que cae del cielo  y manifiesta la alegría, y por qué no, el carácter festivo que tienen las fechas navideñas; y es que se trataba de producir un acontecimiento, la singularidad de un hecho que no ocurre todos los días... Salir del metro y encontrar un techo que nos cubre de sorpresa, que refleja todas las luces que le llegan, y que genera una gran alfombra de colores, sobre la que la gente se reúne. 

Se trata de un sistema escenográfico que trabaja para la ciudad 24 horas al día como agente reductor del exceso lumínico, atenuador de la contaminación acústica, y cómico-animador del teatro urbano, colonizando sus vacíos a base de piezas circulares de color de plástico reciclado transparente, opaco y translúcido, en las cuales además se pueden insertar partículas fotoluminiscentes de sulfuro de zinc; de esta manera la iluminación se produce a partir de la recepción en estas planchas de todas las fuentes lumínicas existentes en los alrededores, públicas y privadas, de proyectores y lámparas de apoyo, y por supuesto, del sol.