En 1994 los hermanos Soler deciden cubrir con una cubierta a dos aguas la terraza que tantas goteras les procuraba. El espacio permaneció con los ladrillos a la vista, frio y desnudo durante unos quince años como secadero de embutidos de la tienda que ellos mismos regentaban en la planta baja.
Aprovechando épocas de cambio decidieron destinar este espacio a una vivienda de alquiler. Las pocas ventanas se tuvieron que multiplicar con claraboyas y juegos de espejos que rebotan la luz, las miradas y transforman el espacio.
Las actuaciones se centraron sobre dos ejes. Por un lado un lavado de cara: aislar, doblar, pavimentar y pintar hasta obtener un volumen interior puro y blanco para comenzar a trabajar. Entonces todo se articula alrededor de un muro de madera de abeto que se dobla y deforma para distribuir las funciones. Dentro del muro se encuentran los armarios, la puerta de entrada, el vientre de la cocina, pero también el baño y el acceso a las habitaciones. La gran sala persiste como un espacio uniforme creando diferentes ambientes a base de matices. La cocina se recoge bajo unas bóvedas de cerámica, antiguo techo de la caja de escalera; la zona central surge a través de una sutil alfombra hidráulica; el muro convertido en estantería sugiere una recogida zona de estudio.
Teniendo en cuenta la incertidumbre de los futuros habitantes, se decide dotar cada habitación de una sala de aguas. Así, no solo se amplía la superficie visual de las habitaciones en sí, sino que también estas salas se aprovechan de la luz natural.
Y con tanta claridad y tanta luz y el cálido sol mediterráneo saludando enérgicamente des del sur y el oeste, solo nos queda protegernos con unas persianas.