Gabriel, un amigo que tiene un horno para fundir vidrio, me contó una historia que llamó mi atención, la historia de un caracol atrapado en una masa de cristal caliente. A Gabriel le gusta jugar a mezclar cosas con el vidrio, dejar atrapados objetos en el material transparente para comprobar el efecto que producen, incluso a veces su deformación. Un día se le ocurrió introducir la concha de un caracol y observar atentamente qué sucedía. Ante su sorpresa, la concha se quemó por la alta temperatura del vidrio y se redujo a cenizas. Sin embargo, la materia orgánica liberó oxígeno en su combustión provocando una burbuja de aire en el magma transparente. El caracol quedó para siempre dentro del cristal convertido en una pompa de aire llena de polvo gris. La materia original se había transformado pero permanecería su recuerdo.
Pensé en “atrapar” los recuerdos de un lugar en unos adoquines de vidrio, la memoria de un pequeño pueblo de Granada cuya historia está vinculada a la producción artesanal de piezas de cristal.
La idea era construir unas piezas de cristal de iguales dimensiones que los adoquines del nuevo pavimento de piedra, de manera que el suelo fuera una alfombra de recuerdos en la que el vidrio adquiere de nuevo una presencia importante en la vida diaria de la población.
Los adoquines tienen formas y colores diferentes según su posición en el espacio público: si se sitúan en zonas de agua (fuentes, alberca…) son rectangulares o cuadrados, algo más planos y con un color azul intenso o verde natural del vidrio para potenciar los efectos y reflejos de la luz del sol sobre el agua; si se colocan junto al nuevo arbolado (álamos y prunos), están tintados en verde o morado, mimetizándose con el árbol junto al que se sitúan, de manera que cuando éste pierda sus hojas en otoño, seguirá existiendo un colorido permanente en el pavimento adoquinado de piedra.