Cuando alguien preguntó a Matisse por qué había representado de color rojo las paredes de su estudio cuando, en realidad, eran blancas o grises, por toda respuesta acompañó a su interlocutor al jardín, que lógicamente era verde, como queriéndole decir que ese rojo era el complementario del exterior, la sombra de la luz tamizada por las plantas.
Desde un principio se pensó en hacer de toda la parcela el proyecto, no un proyecto en la parcela: considerar ese exterior complementario como parte indisociable del interior, proponer una arquitectura teñida de rojo. Para ello, el nuevo edificio se diluye en un sistema de muros pasantes que dibujan, sin cerrar, jardines que permiten filtrar y acotar las vistas, liberando fugas, derramando unos espacios hacia los contiguos. De este modo se pretende dar respuesta a dos deseos aparentemente contradictorios: de una parte proponer una arquitectura protectora, estable, que garantice la intimidad necesaria para los usuarios; y de otra una arquitectura de límites difusos, fluida, en la que interior y exterior colaboren en la definición de una atmósfera amable y placentera.
Estos lienzos, telón de fondo de la acción, se construyen con un ladrillo rugoso de tono similar al marés que encontramos en el zócalo del edificio existente. La naturaleza, artificialmente salvaje, vibrará en este interior luminoso.
Se ha optado por liberar la mayor parte del solar de los coches que actualmente inundan el lugar, proponiendo un aparcamiento en planta sótano con acceso desde la calle Uruguay. El grueso del programa se resuelve en planta baja, lo que permite esponjar las zonas de espera. De esta manera el edificio se define como una sección, un pliegue en este exterior esencialmente continúo.