En la memoria de la ciudad y de sus habitantes existe una ciudad construida. La calidad de este imaginario está determinada por una textura, una tonalidad, por aquello que ha erizado alguna vez los sentidos y que en su intensidad permanece. De las tripas de Montjuic los romanos comenzaron a esculpir la historia urbana barcelonesa. De su piedra arrastrada por los torrentes y ramblas desde Collserola se da forma al gótico y al modernismo catalán.
En la urbe moderna lo superficial, la velocidad, el ruido, ensordecen lo esencial y adormecen el contacto con el yo interior. En el centro de esta complejidad urbana se encuentra la Plaza de las Glorias como hito representativo del movimiento incesante que tiene lugar en la ciudad, del permanente cambio. Frente a este, parar el tiempo, confrontarlo con la memoria del pasado como punto de estabilidad. Avanzando por la nueva Plaza de las Glorias, en el borde suroeste de la gran esplanada de actividades, en una posición periférica, accesible pero aislada del tumulto con la protección de un jardín xerófilo emerge un bloque de piedra de Montjuic sin tratamiento superficial exterior se realiza un vaciado de 8x3 metros. Un pequeño templo desprovisto de todos sus ropajes, austero y anónimo, una capilla sin cappa, queda solo piedra y luz, para comenzar una nueva liturgia. Sólo piedra, materia, y su textura que cambia con la oscilante caricia de la luz, al deslizarse la primera gota por sus irregularidades y al acercar una vela intensificando el beige de su superficie. Esencial en su materia, hablando del tiempo, de su tiempo, el de las grandes construcciones venidas a menos, el de la vegetación rellenando sus grietas, el del sol en su transcurrir diario. Encontrar la soledad, reconfortarse en el pensamiento y tocar con los dedos la memoria.