Son las crisis las que moldean a las ciudades. Desde la peste de Atenas en 430 a. C., que provocó profundos cambios en las leyes y la identidad de la ciudad, hasta la Peste negra en la Edad Media, que transformó el equilibrio del poder de clase en las sociedades europeas, inclusive la reciente ola de epidemias de ébola en África subsahariana que iluminó la creciente interconexión de las ciudades hiperglobalizadas de hoy.
Ahora Nueva York se enfrenta a una crisis existencial provocada por el COVID-19, pues la mejor manera de frenar la propagación del virus: el distanciamiento social, va en contra de la planificación urbana de la ciudad. Este escenario, ya no tan distópico, está proliferando arquitecturas de emergencia y alterando significativamente la gestión del agua, los residuos, el consumo de energía y las emisiones; y por lo tanto el metabolismo urbano de la ciudad. ¿Positiva o negativamente? La verdadera pregunta no es si el virus es "bueno" o "malo" para el metabolismo, sino si podemos crear una economía funcional que apoye a las personas sin amenazar la vida en la Tierra.
La presente investigación tiene como objeto analizar la reacción del metabolismo urbano en Nueva York ante escenarios distópicos (o no tanto), en concreto frente a las diferentes medidas que se están instaurando en la ciudad para responder a la pandemia COVID-19 (confinamiento, suspensión de la actividad, restricción de viajes…) y frente a la arquitectura emergente que está surgiendo colateralmente. Se pretende detectar las relaciones entre la variación del metabolismo urbano frente a estos escenarios de emergencia para avanzar hacia un modelo urbano que alivie la tensión entre la densificación, el impulso hacia ciudades más concentradas, lo que se considera esencial para mejorar la sostenibilidad ambiental; y la desagregación, la separación de las poblaciones, que es una de las herramientas clave que se utilizan actualmente para detener la transmisión de infecciones.