En el interior de uno de los símbolos del esplendor barroco salmantino, la sede de la Universidad Pontificia de Salamanca, se ubica una capilla de uso diario que sirve de apoyo a la iglesia del Espíritu Santo, comúnmente conocida como Clerecía. El proyecto parte con la firme decisión de realizar una intervención discreta, con tintes actuales que respeten el estilo singular del edificio donde su ubica, sin hacer una obra que destaque frente a lo realmente importante de este espacio santo y sagrado.
La idea es muy sencilla. Sobre el espacio heredado colocamos, no construimos, la nueva capilla, una pieza exenta de piedra natural que no llega a tocar las paredes originales del edificio, como con respeto, en la que se tallan todos los espacios y sus necesidades. Con esta piedra, con este labrar, se crea un muro, estratégicamente colocado, que articula todo el conjunto —acceso, sacristía y capilla— y que no solo reparte los espacios sino que recoge en su interior las necesidades de cada uno —estantería, armarios, lavamanos, etc.—. Con esta piedra, con este labrar, también se crea un zócalo perimetral corrido que organiza el espacio propio de la capilla, a modo de anillo abierto, en el cual la comunidad se colocará en forma de herradura, según tres lados, dirigidos hacia un centro en el que está ubicado el altar elevado. Todo se dirige hacia él.
Este espacio se humaniza con elementos de madera maciza diseñados ad hoc en forma de ventanas, puerta, bancos, armarios y una celosía que separa la sacristía del vestíbulo donde se esconde discretamente su puerta de acceso. Toda la obra se resuelve con un diseño claro y sencillo, utilizando únicamente dos materiales: la piedra y la madera. No se necesita más.
El altar, la sede y el ambón se tratan como elementos exentos del suelo: tres bloques de piedra apoyados. La misma piedra que el resto de la obra pero con distintos acabados. Mientras al suelo, zócalo y muro se le aplica un acabado apomazado, estos tres elementos se trabajan en todas sus caras menos en el frente, que se deja al natural, como queda la piedra al desgajarse la tierra, con sus imperfecciones y su belleza.
La arquitectura y la liturgia convergen en el altar como centro del espacio y de la acción litúrgica, derivando de esa centralidad del mismo el resto de los elementos arquitectónicos y decorativos del conjunto. El retablo se concibe con forma escenográfica dotando a la pared del frente con un tratamiento superficial rugoso que haga de fondo de escena, y sobre el cual se colocan las dos tallas de madera y el sagrario. Estos tres elementos se unifican a través de tres tablas de pan de oro que los realzan. A la tabla del Cristo se la dota de mayor protagonismo, no solo por el tamaño, sino por la policromía de la cruz.