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Un ”pequeño ático” que propone compartir los espacios con uno mismo, usando la temporalidad para ceder en cada momento las cualidades de cada rincón al uso del momento.

Vivir en Barcelona es objetivamente cada día más caro. El parque de vivienda crece a un ritmo inferior a su demografía y más aún si tenemos en cuenta que hay una preferencia por los distritos más céntricos, los cuales están colapsados. Además, la mayoría de edificios sobrepasan la altura máxima permitida, convirtiéndolos en volúmenes disconformes que no permiten ningún tipo de ampliación.

En el emblemático barrio de Gràcia, en Barcelona, encontramos un edificio cuya planta ático lleva años en desuso. Lo que era antiguamente la lavandería comunitaria ha quedado relegado a trastero con sospechas de infravivienda.

El reto consiste en demostrar que un edificio con menos plantas que sus vecinos es capaz de sumar una nueva vivienda a la ciudad, mientras los otros ya están copados e incluso incumplen normativa.  Además, y debido a la escasez de metros de que se dispone, todo esto se debe conseguir con apenas 30m2, al límite de las normas de habitabilidad.

Se encara el encargo tratando de no renunciar a nada. Queremos dar al habitante una cocina espaciosa, un dormitorio agradable, un baño con luz natural y un comedor donde poder recibir invitados.

La estrategia de partida es la siguiente: Proponer unos espacios que muten a lo largo del día. Una cocina que sea a su vez el comedor, y un salón que por la noche sea el dormitorio. Aún con estas premisas, nos quedábamos cortos.

Se rompen barreras mentales y prejuicios y se propone aún más: Que la ducha, completamente separada del aseo, se sitúe en la fachada, visible desde cualquier parte del apartamento. Al fin y al cabo, se trata de una vivienda unipersonal. ¿Quién te va a querer mirar? Se trata de compartir contigo mismo los espacios. De jugar con la temporalidad para poder ceder en cada momento las cualidades de cada rincón del hogar al uso que esté activo.

Del mismo modo que en el pasado en este ático se almacenaba el agua para lavar la ropa, ahora pasará a almacenar los usos de sus habitantes. Sin compartimentaciones ni diferenciación. Un simple contenedor. Una cisterna.

Así pues, plantea un espacio único que es el recibidor al entrar, la cocina al cocinar, el salón al descansar, el comedor al comer, el dormitorio al dormir o el baño al lavarse. Todos a la vez y sin embargo nunca coincidentes en el día.

Este depósito de actividad se permite verter parte de sus fluidos al exterior, gracias a una terraza de dimensiones equivalentes a las del interior. Fuera, una gran pérgola nos protege de las miradas cercanas, habituales en un tejido de calles estrechas como en el que nos encontramos, permitiéndonos tener un gran ventanal que reduce la compresión de este espacio único.

En cuanto a la materialidad, teniendo en cuenta que la intervención debe ser mínima y económica, se decide ensalzar los materiales que antaño irguieron el edificio. Encontramos piezas cerámicas de distintas proporciones para las medianeras, los tabiques conejeros, el entrevigado o la terraza. El resto trata de dar un paso atrás, exceptuando la ducha que, igual que la decisión, es más atrevida que el resto y se tiñe de color.

El usuario es plenamente consciente de vivir en un edificio cargado de historia, en la densidad de un barrio que le oprime y que, sin embargo, le deja su espacio.

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