Ubicado en el corazón del recinto monástico de Santa Maria de Pedralbes de Barcelona, el encargo perseguía, básicamente, la adecuación del espacio del antiguo “Dormidor” para acoger la nueva exposición permanente del Museo del Monasterio.

Este espacio, así como la llamada “Sala de la Reina” adyacente, ya habían sido restaurados el año 1989 para poder albergar la colección Thyssen-Bornemisza. No sería hasta unos años más tarde, en 2003, cuando la colección fue trasladada al MNAC, que se planteó que el espacio fuera ocupado por una exposición permanente de arte sacro.

El programa de necesidades elaborado por la dirección del museo, así como de los comisarios de la exposición, determinó algunas cuestiones clave en el uso de los espacios que requería, de forma inevitable, una restructuración completa del espacio expositivo existente.

En primer lugar, convenía redefinir y mejorar el relato expositivo pues transcurridos 12 años de investigación se habían ya descubierto nuevos datos sobre las piezas expuestas y se requería, por lo tanto, actualizar el contenido de la misma. En segundo lugar, se debía vaciar la “Sala de la Reina” para poder albergar exposiciones temporales. Por último, el antiguo “Dormidor” debía poder albergar conciertos de música de cámara, como mínimo, un par de veces al año, requerimiento que forzaba el desmontaje de la actual distribución que contaba con un muro separador central.

Más allá de estos requerimientos de partida, el nuevo diseño expositivo se planteó con la voluntad de contrarrestar la antigua distribución y museografía que competía en exceso tanto con las obras de arte como con el espacio arquitectónico.  Contrariamente, la propuesta establecería unas reglas del juego básicas que, por un lado, resolvieran los aspectos de tipo funcional requeridos y, por otro, que se adecuaran de forma harmónica tanto con el contenido de la exposición como con el espacio en sí. Así pues, se planteó que todos los nuevos elementos añadidos a la nave primigenia se hicieran eco, por encima de todo, de la austeridad y sencillez presente en todos los espacios de este monasterio dedicado a Santa Clara de Asís, y tendieran, en la mediad del posible, a pasar desapercibido.

Las pautas serían muy claras. Todas las paredes se pintarían de gris en sintonía con el color del pavimento de piedra, definiendo un entorno neutro y reposado donde exponer las piezas. Todas las pinturas se colgarían exactamente a la misma altura, así como también las cartelas que las acompañaban. Todas las peanas se construirían con paneles lacados del mismo color gris y encima de ellas, y estrictamente donde fuera necesario por razones de seguridad, se colocarían unas vitrinas cromadas mínimas. Una distribución repartida de las mismas permitirá agrupar las obras dentro del espacio facilitando una lectura diferenciada tanto del contenedor como del contenido de la exposición. En la entrada, a modo de acento para indicar el inicio del recorrido expositivo, se pintaría un cuadrado blanco, emulando una pintura de gran formato. Una nueva puerta metálica se instalaría para poder segregar físicamente la “Sala de la Reina” del “Dormidor” y, en el extremo opuesto a la entrada, se colocaría un banco de 7m de longitud tapizado con terciopelo rojo que permitiría el descanso de los visitantes.

Los criterios para el diseño gráfico de la exposición se plantearon de forma simétrica a la museografía, apostando así pues por la sencillez y la sobriedad.