De acuerdo con algunos diccionarios, arquitectura es el arte de diseñar y construir edificios. De acuerdo con otros, en cambio, es una disciplina que se ocupa de la realización de espacios que los humanos podamos habitar. Hay una significativa diferencia entre estas dos definiciones. La primera, siendo enteramente centrada en el acto de construir un edificio, apunta al objeto arquitectónico como fin último del proyecto. La segunda, al poner el acto de habitar en el centro de su definición, apunta más bien a la sociedad, a la gente que tiene que vivir dentro y alrededor de una arquitectura, al entorno. En el primer caso, todo lo que debe interesarle a un arquitecto es que sus edificios destaquen por sus cualidades intrínsecas: la elegancia de la forma, la precisión de los detalles, la perfección de las soluciones técnico-constructivas. En el segundo caso, también tiene que interesarle la manera en que sus edificios interactúan con los alrededores y con las comunidades locales. La primera manera de entender la arquitectura lleva a otorgarle la mayor importancia a las cualidades formales, estéticas y técnicas de un edificio: cualidades que conciernen cómo un edificio es de por sí, más que cómo se relaciona con su contexto. La segunda, en cambio, lleva a otorgarle igual importancia a otro conjunto de cualidades potenciales de un edificio: las cualidades relacionales, que describen su capacidad de integrarse en el lugar, de encajar correctamente, de establecer relaciones positivas con las personas cuya vida se verá modificada directa o indirectamente por su presencia. La crítica arquitectónica contemporánea suele llamar “critical practice” a este segundo acercamiento al proyecto de arquitectura. Una práctica crítica es capaz de distinguir las situaciones y actuar de manera acorde; no procede por esquemas o por soluciones preparadas de antemano, sino que sabe, caso por caso, elaborar las propuestas más adecuadas. Si el protagonista del proceso de proyecto es el entorno, más que el objeto arquitectónico, entonces a veces la decisión más oportuna puede ser diseñar un edificio que se disuelva dentro del contexto, que sea poco visible, que resulte una presencia poco presente. Borrar el objeto arquitectónico, en ciertos casos, es la mejor manera para la arquitectura de beneficiar un lugar. La tesis trata de esta manera de entender la relación entre arquitectura y lugar en el siglo 21. A lo largo de los últimos veinte años, ha ido ganando importancia un enfoque que consiste en otorgarle todo el protagonismo al entorno y a las comunidades locales, sometiendo el objeto arquitectónico a una serie de renuncias inusuales que puedan favorecer el lugar de intervención. Esto puede significar, por ejemplo, realizar un edificio camuflado, para no alterar los equilibrios de un paisaje hermoso y frágil; o diseñar un edificio relativamente anónimo para facilitar su integración en el contexto; o incluso hacer (casi) nada, si el sitio de intervención no parece necesitar grandes cambios o transformaciones. Camuflaje, anonimato y minimización son las estrategias que la arquitectura contemporánea utiliza más a menudo cuando las circunstancias piden una intervención lo más discreta posible. Cada una de estas estrategias le permite a la arquitectura encarar las necesidades del lugar de manera distinta; cada una constituye un modo diferente de neutralizar el objeto arquitectónico. La tesis investiga este enfoque y las razones de su relevancia para la arquitectura contemporánea, tanto a través de las reflexiones de la crítica como a través de casos de estudios de las últimas dos décadas.