Imaginemos un individuo que decide ausentarse temporalmente, y encontrar asilo en una construcción donde establecer su retiro, un lugar para escribir historias, para releer las notas a pie de página de cada uno de sus libros, para rescatar recuerdos imprecisos de los márgenes de la memoria. La torre se inicia con un acto de erosión, un brazo que sale a recoger al visitante, en el que es necesario bajar antes de subir, pero claramente hacia un interior, como el espeleólogo que se dispone a introducirse en una cueva. Encontramos cobijo en un espacio que ya reconocemos acotado, por los planos de los muros laterales, y por la propia presencia pesada de la torre sobre la cabeza del individuo que se dispone a entrar. Entonces, tras asentarse en el terreno, la construcción empieza a crecer, y la escalera, alojada en el espesor de los muros, nos llevará a las sucesivas cotas, con el recuerdo de los castillos escoceses que tanto estudió Louis I. Kahn. Llegaremos así a ese vacío contenido en altura. Como si de una chimenea industrial se tratara, el espacio encuentra escape hacia el cielo, que a su vez hará cambiante este lugar en la medida que el propio tiempo lo haga. El viento puede fluir desde el hueco, que en la base permite reconocer a invitados inesperados, hasta la cavidad superior. Tras el ascenso pausado, y en un último gesto, la torre busca girarse, volver la vista, y ofrecer un espacio desde el que observar el entorno y encontrar la ciudad en la lejanía. Un lugar que nos recuerde al globo de Edgar Allan Poe en Mellonta Tauta, a los árboles de Cosimo en El Barón Rampante o el campanario de Hawthorne en Sights from a Steeple, donde imaginar el bullicio diario de la distante ciudad y recobrar los sucesos de cada día.