Un día, a las 3 a. m., me preguntaron delante de un bar:

-Buenas, Patri... ¿así que tú construyes?

-Bueno, sí... no suelo decirlo así, pero efectivamente: construyo.

-¿Y cuál es el valor intrínseco de tu obra?

-Pues, si te soy sincera, creo que el mayor valor que tiene mi trabajo es que la casa funcione para la familia que la va a ocupar y que estén lo más a gusto posible. Me parece que lo que podría restar valor sería imponer mi gusto personal o elementos artísticos que, si no son valorados por el cliente, no hacen más que molestar y desoptimizar.

Tendemos los arquitectos a considerarnos muy artistas, y se nos olvida que nuestro papel principal es como el de cualquier otro oficio que participa en el proceso constructivo: convertir los deseos de los clientes en realidad. Por supuesto, podemos aportar ideas, sentido común y quizás nuevos puntos de vista, pero por el momento y especialmente en estos primeros años de profesión, me conformo con cumplir los deseos de los clientes, y los míos ya se plasmarán cuando ejecute mi propia vivienda.

El deseo de los clientes de está realización era muy claro: poder caminar sin obstáculos por toda la vivienda/parcela. Así fue: buscamos juntos las líneas, materiales y texturas más sencillas posibles, y la familia aún no se ha mudado, pero, al menos a la vista, esta vivienda funciona. Ellos están deseando ocuparla y disfrutar de su jubilación.

Los deseos no tienen por qué ser grandes y pretenciosos. Con el tiempo, me he dado cuenta de que ya nadie desea una casa de 240 m2 y 3 plantas; por lo general, todo el mundo prefiere 120 en planta baja. Por tanto, acostumbrémonos a desear cosas factibles, cercanas y alcanzables, y creo que todos seremos más felices.