Esta tesis aborda uno de los fenómenos que protagonizó el panorama arquitectónico en los años setenta y ochenta: el canto de cisne del dibujo de arquitectura tradicional. Un último florecimiento del dibujo arquitectónico, realizado de manera artesanal, que emergería en medio de un proceso irreversible de industrialización de la sociedad, como si presintiese su muerte ante la inminente llegada de los instrumentos de diseño digital, que barrerían las escuadras, cartabones, compases, tintas, aguadas, lápices de colores y pinturas pastel, que habían poblado las mesas de los estudios de arquitectura desde la fundación de la profesión en el siglo XV. Un episodio cuyas claves se han encontrado en lo que la historiografía ha denominado el Proyecto de Autonomía, y nos llevan a interpretar estos dibujos como el fruto del esfuerzo realizado por sus artífices para recuperar el control sobre la materia de su propio trabajo; afirmar las competencias del arquitecto sobre los procesos de construcción de la forma y la imagen de la ciudad; y volver a perfilar la identidad de una disciplina y una profesión, que la estructura social, económica y productiva implantada en la segunda mitad del siglo XX, amenazaba con difuminar.
El relato de este renacimiento gráfico toma como punto de partida el análisis de la crisis que atravesó la profesión a finales de los años sesenta, derivada del racionalismo capitalista moderno, al ver la arquitectura convertida en un bien de consumo y el arquitecto reducido a un mero tecnócrata. En este contexto, surgirían unas reacciones en el seno de la disciplina, que tratarían de delimitar esos espacios donde el artífice pudiera gozar de la autonomía necesaria para desarrollar su trabajo, y con ello restaurar el prestigio artístico de la arquitectura y reivindicar el papel del arquitecto como artesano de la cultura y la ciudad. Este deseo desencadenaría una revisión de los saberes y procederes que habían contribuido a definir la identidad de la profesión a lo largo de la historia, que inevitablemente desembocaría en la definición albertiana del dibujo. Pues si el dibujo era el instrumento del que se había servido a Alberti para definir al arquitecto como profesional liberal frente al maestro de obras del medioevo, a finales del siglo XX sería redescubierto como la manera específica de pensar la arquitectura y como el dispositivo con que contaban nuestros protagonistas para afirmar su poder de decisión sobre la arquitectura y la ciudad.
En su esfuerzo por recrear ese quehacer disciplinar, específicamente arquitectónico, conducido y guiado a través del dibujo, y con la confianza de poder incidir en la realidad construida a través de los atributos propios de sus diseños, los arquitectos se detendrían en el espacio intermedio de la creación, volcando sus esfuerzos en la confección de unas láminas que excederían con creces cualquier intención meramente profesional, para erigirse como unos objetos artísticos en sí mismos. Unos dibujos que harían de la arquitectura, una vez más, el arte del dibujo.
Sin embargo, arraigados en una fuerte tradición constructiva, los arquitectos españoles no perderían de vista el horizonte último del dibujo: la construcción material de la obra. Frente al discurso arquitectónico contenido en los proyectos y la nueva sensibilidad que las publicaciones habían contribuido a difundir, nuestros arquitectos tratarían de traspasar los confines del medio gráfico para abordar el encuentro entre las promesas atrapadas en el dibujo y la realidad física, obteniendo como resultado unos edificios que, en último término, vendrían a subrayar las continuidades y las contradicciones entre ese trabajo específicamente arquitectónico, desarrollado en el papel, y la estructura económica e industrial que hacía posible la construcción física del proyecto.